Uno de los argumentos, más utilizados en contra de los matrimonios homosexuales, consiste en afirmar, que dicho tipo de unión socava los cimientos de nuestra civilización. Las personas intransigentes, que defienden esta teoría olvidan, que uno de los cimientos de la cultura occidental tanto actualmente como a lo largo de los siglos lo constituye el cristianismo, sustentado y difundido desde sus orígenes por la iglesia, institución en la que en sus diversas ramas, ha encontrado cobijo el amor al prójimo, como una seña de identidad irrenunciable de dicha religión, y que representa indudablemente uno de los pilares fundamentales de la predicación de Jesucristo durante su presencia física entre nosotros. Hasta tal punto ha sido así, prácticamente durante toda la historia, que ya en la Europa Medieval, encontramos claras evidencias, de que las relaciones entre personas del mismo sexo, fruto de una pasión verdadera y reciproca, eran real y positivamente aceptadas entre la nobleza en el marco del máximo respeto a las consignas establecidas por dicho estamento como la suprema manifestación del amor cortés.
Esta forma idealizada y culturalmente elevada de expresar dicho sentimiento, difundida y conservada en principio por transmisión oral y de la que posteriormente han dejado constancia numerosos literatos, poetas y músicos coetáneos, no diferenciaba entre amantes de igual o diferente sexo. Y la fidelidad a la persona amada era de obligado cumplimiento independientemente de la orientación sexual, que hubiera dado origen a dicho romance. Estas uniones de hecho entre iguales se convirtieron en de derecho amparadas por la legitimidad que les concedían las Cortes de Amor; y alcanzaron tanta relevancia, que llegaron a ser permitidas, bendecidas y consagradas entre contrayentes solteros por la Iglesia, disfrutando de una liturgia especifica, gozando de los mismos privilegios y sujetas a los mismos preceptos, que las uniones heterosexuales, tanto en la Ortodoxa como en la Católica. Indicios de este hecho han sido encontrados hasta finales del siglo XIX, por mucho que les pese e intenten ocultarlo las Jerarquías Eclesiásticas
Mañana 14 de Febrero es el día de los enamorados, fecha que no quiero desperdiciar para pedir una vez más la comprensión y el respaldo social al matrimonio igualitario como la forma mas sincera, en que una persona puede demostrar a otra el sentimiento más autentico y profundo que nace del corazón humano.
Sensibilidad natural, que nace de la necesidad psicológica vital de compartir y disfrutar de nuestra dimensión sexual a nivel emocional y afectivo con el medio limón, naranja o cualquier otro cítrico, con el que nos compenetremos, y que ajeno a posturas vehemente y visceralmente defendidas, en la actualidad, y opuestas a la tradición histórica, solo desea disfrutar del derecho de unirse, independientemente del sexo en que esté albergado, con la persona a la que su corazón ha elegido para fundirse en un amor, mutuamente sentido.
Pasión, que aunque sea valorada como irracional por algunos fanáticos, debería ser bendecida especialmente por aquellos, que más la persiguen, consecuentemente con lo que predican, como ya lo ha sido legal y constitucional mente, gracias a lo cual hoy podemos disfrutar nuevamente de un derecho fundamental reconocido en las sociedades más avanzadas y progresistas.
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